sábado, 6 de diciembre de 2008

Ensayo 4

El huevo y el infusorio
De vez en cuando se leen comentarios que ponen de relieve que el cerebro humano está mucho más condensado que cualquier ordenador electrónico.
Es cierto que el cerebro humano es una maravilla de condensación en comparación con las máquinas pensantes construidas por el hombre, pero tengo la impresión que esto no se debe a ninguna diferencia fundamental entre la naturaleza del mecanismo del cerebro y la de los mecanismos que activan los ordenadores. Más bien tengo la impresión que la diferencia reside en el tamaño de los componentes respectivos.
Se calcula que el córtex del cerebro humano está formado por más de diez mil millones de células nerviosas, mientras que el primer ordenador electrónico moderno, el ENIAC, tenía unos veinte mil conmutadores. No sé cuántos tienen los ordenadores más modernos, pero sé con seguridad que no se acercan ni con mucho a los diez mil millones.
Por tanto, lo más asombroso no es el cerebro, sino la célula que no sólo es considerablemente más pequeña que cualquier unidad constituyente de una máquina fabricada por el hombre, sino que, además, es mucho más flexible.
Además de actuar como un conmutador o amplificador electrónico (o lo que sea que haga en el interior del cerebro), actúa también como una planta química completa.
Además, las células no necesitan agruparse en números terriblemente grandes para constituir un organismo. Desde luego, un cuerpo humano contiene aproximadamente 50.000.000.000.000 (cincuenta billones) de células, y la ballena más grande nada menos que 100.000.000.000.000.000 (cien mil billones), pero se trata de excepciones. La musaraña más pequeña contiene sólo 7.000.000.000 de células, y los pequeños seres invertebrados un número aún menor. Los invertebrados más pequeños están formados por unas cien células solamente, y sin embargo realizan todas las funciones de los organismos vivos.
De hecho (y estoy seguro que ustedes saben más que yo de estas cuestiones), existen organismos vivos con capacidad para realizar todas las funciones básicas de la vida pese a estar compuestos por una única célula.
Por tanto, si vamos a ocuparnos de lo condensadas que pueden llegar a estar las cosas, examinemos la célula y hagámonos las preguntas: ¿hasta qué punto puede estar condensada una estructura viviente? ¿Hasta qué punto puede ser pequeño un objeto sin perder su condición de ser vivo?
Para empezar, ¿qué tamaño tiene una célula? No hay una respuesta única a esta pregunta, porque hay células y células, y algunas son más grandes que otras. Casi todas son microscópicas, pero algunas son tan grandes que resultan claramente, incluso inevitablemente, visibles sin el microscopio. En último extremo, es posible que una célula sea tan grande como una cabeza humana. Los gigantes del mundo celular son las diferentes células huevo que producen los animales. La célula huevo humana (el óvulo), por ejemplo, es la célula de mayor tamaño producida por el cuerpo humano (de los dos sexos), y es visible a simple vista. Tiene el tamaño aproximado de una cabeza de alfiler.
Para cuantificar el tamaño y comparar el óvulo humano de forma razonable con otras células, tanto mayores como menores, vamos a elegir una unidad de medida que nos resulte cómoda. El centímetro e incluso el milímetro son unidades demasiado grandes para la mayoría de las células, si exceptuamos determinadas células huevo. Por tanto, voy a utilizar la micra, que es la milésima parte de un milímetro. Para las medidas de volumen utilizaremos la micra cúbica, que es el volumen de un cubo de una micra de lado. Se trata de una unidad de volumen muy pequeña, como comprenderán si piensan que un centímetro cúbico (que resulta fácilmente visualizable) contiene 1.000.000.000.000 (un billón) de micras cúbicas.
En una pulgada cúbica (unos 16 centímetros cúbicos) hay un número de micras cúbicas igual a la tercera parte de las células que hay en el cuerpo humano. Esto, por si solo, nos indica que estamos manejando una unidad de magnitud correcta para trabajar con volúmenes celulares.
Volvamos, pues, a las células huevo. El óvulo humano es una pequeña esfera de unas 140 micras de diámetro, y por tanto de 70 micras de radio. Elevando 70 al cubo y multiplicando el resultado por 4,18 (les ahorro tanto la base lógica como los detalles de esta operación aritmética), tenemos que el óvulo humano ocupa un volumen de un poco más de
1.400.000 micras cúbicas. Pero el óvulo humano no es muy grande para ser una célula huevo. Los de los seres que ponen huevos, sobre todo las aves, son mucho mayores, y los huevos de ave, por grandes que sean, son células aisladas (por lo menos al principio). El huevo de ave más grande del que se tienen noticias era el del extinguido Aepyornis de Madagascar, también conocido como el ave elefante, y que según se dice puede haber dado origen al mito del « pájaro roc » de Las mil y una Noches . El roc era un pájaro tan grande que podía volar con un elefante en una de sus garras y un rinoceronte en la otra. Su huevo era tan grande como una casa. En realidad, el Aepyornis no era tan líricamente inmenso. No podía salir volando con ningún animal, por pequeño que fuera, ya que era totalmente incapaz de volar. Y su huevo era bastante más pequeño que una casa. No obstante, tenía un diámetro de unos 24 cm y una longitud de unos 33 cm, con un volumen de 9 litros, lo que ya resulta suficientemente tremendo si nos atenemos a la insípida realidad. No sólo se trata del huevo más grande jamás puesto por ave alguna, sino posiblemente también del más grande jamás puesto por cualquier criatura, incluyendo los grandes reptiles del mesozoico. En efecto, el huevo del Aepyornis se acercaba al tamaño máximo que puede llegar a alcanzar un huevo con una cáscara de carbonato cálcico y sin ningún dispositivo de agarre ni tirante interno. Si admitimos que el huevo del Aepyornis es el más grande, entonces es también la célula más grande que se tiene noticia. Volviendo al aquí y ahora, el huevo más grande (y, por tanto, la célula) producido por una criatura viviente es el de avestruz. Mide entre 15 y 18 cm y tiene de 10 a 15 cm de diámetro, y, por si les interesa, un huevo de avestruz tarda cuarenta minutos en cocerse. Un huevo de gallina grande tiene un diámetro aproximado de 7,5 cm de longitud. El huevo de ave más pequeño es el de una especie de colibrí que pone huevos de poco más de un centímetro de longitud.
Ahora vamos a calcular el volumen aproximado de estos valores:

Huevo Volumen (micras 3 )
Aepyornis
Avestruz
Gallina
Colibrí
Ser humano
7.500.000.000.000.000
1.100.000.000.000.000
50.000.000.000.000
400.000.000.000
1.400.000

Como ven, la escala de tamaños de los huevos es enormemente amplia. Incluso el huevo de ave más pequeño tiene un volumen unas 300.000 veces mayor que el del óvulo humano, mientras que el huevo más grande es casi 20.000 veces más grande que el menor.
En otras palabras, la relación entre el tamaño del huevo del Aepyornis y el del colibrí es la misma que existe entre el tamaño de la ballena más grande y el de un perro de tamaño mediano, y la relación entre el tamaño del huevo de colibrí y el óvulo humano es igual a la relación entre el tamaño de esa misma ballena y una rata grande.
Y, sin embargo, aunque el huevo está formado por una sola célula, no es el tipo de célula que podríamos considerar típica. En primer lugar, en su gran mayoría no se trata de materia viva. Es evidente que la cáscara no está viva, y la clara es simplemente un almacén de agua. La verdadera célula es, en realidad, la yema, e incluso ésta es casi en su totalidad un almacén de alimentos.
Si queremos hacernos una idea más real del tamaño de las células, concentrémonos en las que contienen un suministro de alimentos que sólo cubre las necesidades diarias; es decir, células que son en su mayor parte protoplasma.
Estas células sin yema tienen tamaños variables desde los límites de su visibilidad hacia abajo, del mismo modo que las células huevo tienen tamaños variables desde los límites de su visibilidad hacia arriba.
En realidad, estos grupos a veces se solapan. Por ejemplo, la ameba, un organismo autónomo simple formado por una sola célula, tiene un diámetro de unas doscientas micras y un volumen de 4.200.000 micras cúbicas, tres veces mayor que el óvulo humano.
Sin embargo, las células que constituyen los organismos multicelulares son considerablemente más pequeñas.
Los volúmenes de las diferentes células del cuerpo humano oscilan entre 200 y
15.000 micras cúbicas. Una célula del hígado, por ejemplo, ocupa un volumen de 1.750 micras cúbicas. Si consideramos cuerpos semejantes a células que no son células completas, los volúmenes se hacen menores.
Por ejemplo, el glóbulo rojo humano, que es una célula incompleta al carecer de núcleo, es bastante más pequeño que las células normales del cuerpo humano, con un volumen de sólo 90 micras cúbicas.
Por otra parte, mientras que el óvulo femenino es la célula más grande que producen los seres humanos, el espermatozoide masculino es la más pequeña. La mayor parte del espermatozoide es núcleo celular, en realidad sólo medio núcleo, y su volumen es de unas 17 micras cúbicas.
Es posible que esto les lleve a creer que las células que componen un organismo multicelular son demasiado pequeñas como para constituir fragmentos vivos individuales e independientes, y que una célula tiene que ser anormalmente grande para poder disfrutar de autonomía. Después de todo, una ameba es 2.400 veces más grande que una célula del hígado, así que es posible que ésta esté más allá del límite de compacidad necesario para que exista vida independiente.
Pero no es así. No hay duda que las células del cuerpo humano no pueden funcionar como organismos autónomos, pero esto se debe únicamente a que cumplen funciones demasiado especializadas y no a que sean demasiado pequeñas. Existen células que constituyen organismos independientes mucho más pequeños que la ameba, más pequeñas incluso que el espermatozoide humano. Me refiero a las bacterias.
Las bacterias más grandes no sobrepasan siquiera un volumen de 7 micras cúbicas, mientras que el volumen de las más pequeñas puede llegar a ser de 0,02 micras cúbicas.
Podemos resumirlo así:

Células sin yema Volumen (micras 3 )
Ameba
Célula del hígado humano
Glóbulo rojo humano
Espermatozoide humano
Bacteria mayor
Bacteria menor
4.200.000
1.750
90
17
7
0,02

Una vez más nos encontramos con una gama muy amplia. La relación entre el tamaño de un organismo unicelular grande, como la ameba, y otro pequeño, como una minúscula bacteria, es la misma que la existente entre el tamaño de la mayor ballena adulta y un ejemplar mediano de la variedad más pequeña de musaraña. Y la diferencia de tamaños entre la bacteria más grande y la más pequeña es la misma que hay entre un elefante grande y un niño pequeño.
Ahora bien, ¿cómo demonios es posible que toda la complejidad de la vida quepa en una minúscula bacteria, doscientos millones de veces más pequeña que una simple ameba?
Una vez más, se trata de un problema relacionado con la compacidad, y es necesario que hagamos una pausa para reflexionar sobre las unidades. Cuando pensamos en el peso físico de un cerebro, éste no es más que una pequeña cantidad de tejidos. Pero cuando pensamos en el número de células que lo forman, se convierte en un complejo de pequeñas unidades tremendamente complicado. Del mismo modo, al hablar de las células, vamos a olvidarnos de las micras cúbicas y a empezar a pensar en términos de átomos y moléculas.
Una micra cúbica de protoplasma contiene unos 40.000.000.000 de moléculas. Teniendo esto en cuenta, podemos rehacer la última tabla en términos moleculares:

Células Número de moléculas
Ameba
Célula del hígado humano
Glóbulo rojo humano
Espermatozoide humano
Bacteria mayor
Bacteria menor
170.000.000.000.000.000
70.000.000.000.000
3.600.000.000.000
680.000.000.000
280.000.000.000
800.000.000

En este punto resulta tentador afirmar que la molécula es la unidad de la célula, de igual manera que la célula es la unidad de los organismos multicelulares. De hacerlo, podríamos seguir con el razonamiento afirmando que la ameba es diecisiete millones de veces más complicada, en términos moleculares, que el cerebro humano en términos celulares. En ese caso la compacidad de la ameba como recipiente de vida resultaría menos sorprendente.
Pero este razonamiento oculta una trampa. Casi todas las moléculas del protoplasma son moléculas de agua, simples combinaciones de H 2 0. Dios sabe que estas moléculas son esenciales para la vida, pero su función principal es servir de base para el desarrollo de otros procesos.
No son las moléculas características de la vida. Las moléculas que son verdaderamente características de la vida son las complejas macromoléculas de nitrógeno y fósforo: las proteínas, los ácidos nucleicos y los fosfolípidos. Todas ellas no representan más que una diezmilésima parte de las moléculas de los tejidos vivos.
(Ahora bien, no estoy diciendo que estas macromoléculas representen sólo 1/10.000 del peso de los tejidos vivos, sino del número de moléculas. Las macromoléculas individuales son mucho más pesadas que las moléculas de agua. Por ejemplo, una molécula de proteína es, por término medio, dos mil veces más pesada que una molécula de agua. En un sistema que estuviera compuesto por dos mil moléculas de agua y una molécula de proteína, el número de moléculas de proteína sólo representaría 1/2.001 del total, pero el peso de la proteína representaría 1/2 del total.)
Revisemos entonces la tabla una vez más:

Células Macromoléculas de nitrógeno y fósforo
Ameba
Célula del hígado humano
Glóbulo rojo humano
Espermatozoide humano
Bacteria mayor
Bacteria menor
17.000.000.000.000
7.000.000.000
360.000.000
68.000.000
28.000.000
80.000

Por tanto, podemos decir que la célula humana es, por lo general, tan compleja, en términos moleculares, como el cerebro humano en términos celulares. Sin embargo, las bacterias son considerablemente más simples que el cerebro, mientras que la ameba es considerablemente más compleja.
Aun así, hasta la bacteria más simple crece y se divide con gran rapidez, y no hay nada menos simple, desde el punto de vista químico, que los procesos de crecimiento y división. Esa bacteria tan simple, apenas visible con la ayuda de un buen microscopio óptico, es un activo, complicado y completo laboratorio químico.
Ahora bien, la mayoría de las 80.000 macromoléculas que componen la bacteria más pequeña (digamos unas 50.000 poco más o menos) son enzimas, cada uno de ellos capaz de catalizar una determinada reacción química. Si en el interior de una célula se están produciendo continuamente 2.000 reacciones químicas distintas, cada una de ellas necesaria para el crecimiento y la multiplicación (esto también es una conjetura), entonces en cada reacción participan, por término medio, unos 25 enzimas.
Una fábrica en la que se llevaran a cabo 2.000 operaciones distintas con máquinas, cada una de las cuales empleara a 25 hombres, sería justamente considerada una estructura extremadamente compleja. Hasta la bacteria más pequeña alcanza esta complejidad.
También podemos considerarlo desde otro punto de vista. Alrededor del cambio de siglo, los bioquímicos empezaron a darse cuenta que, además de los elementos atómicos evidentemente presentes en los tejidos vivos (como el carbono, el hidrógeno, el oxigeno, el nitrógeno, el azufre, el fósforo y otros), el cuerpo necesitaba también determinados metales en muy pequeñas cantidades.
Como ejemplo, pensemos en los dos últimos elementos que se han incorporado a la lista de metales presentes en pequeñas cantidades en el cuerpo humano, el molibdeno y el cobalto. En todo el cuerpo humano hay quizás unos 18 miligramos de molibdeno y 12 miligramos de cobalto. Esta cantidad, no obstante ser tan pequeña, resulta absolutamente esencial. El cuerpo no podría existir sin ella.
Y, lo que es aún más extraordinario, todos estos minerales presentes en pequeñas cantidades, incluyendo el molibdeno y el cobalto, parecen ser esenciales para todas y cada una de las células. Si dividimos unos 15 miligramos de estos elementos entre los cincuenta billones de células del cuerpo humano, ¡qué pequeñísima parte de otra pequeñísima parte le corresponde a cada una! Parece evidente que las células podrían pasarse sin ella.
Pero sólo es así si persistimos en pensar en términos de las unidades de peso corrientes, en lugar de pensar en términos de átomos. En una célula cualquiera hay, aproximadamente, unos 40 átomos de molibdeno y de cobalto por cada mil millones de moléculas. Por tanto, vamos a hacer otra tabla más:

Células Número de átomos de molibdeno y cobalto
Ameba
Célula del hígado humano
Glóbulo rojo humano
Espermatozoide humano
Bacteria mayor
Bacteria menor
6.800.000.000
2.800.000
144.000
27.200
11.200
32

(Atención, las células que aparecen en la lista no son necesariamente «comunes». Sé, con bastante seguridad, que una célula del hígado contiene una cantidad mayor que la media de estos átomos, y que el glóbulo rojo contiene una cantidad menor; del mismo modo, en la tabla anterior el espermatozoide, desde luego, contiene una cantidad mayor que lo normal de macromoléculas. Sin embargo, me niego rotundamente a andarme con sutilezas.)
Como ven, después de todo, los minerales presentes en pequeñas cantidades tampoco son tan escasos. Una ameba contiene miles de millones de átomos, y una célula del cuerpo humano, millones de éstos. Hasta las bacterias más grandes contienen miles de ellos.
Pero las bacterias más pequeñas sólo tienen un par de docenas de estos átomos, y esto concuerda con mi anterior conclusión que las bacterias más pequeñas pueden tener una media de 25 enzimas que intervienen en cada reacción.
El cobalto y el molibdeno (y los otros metales presentes en pequeñas cantidades) resultan esenciales, porque son claves para importantes enzimas. Suponiendo que haya un átomo por cada molécula enzimática, en total sólo hay un par de docenas de estas moléculas en la bacteria más pequeña.
Aquí es posible que nos parezca que nos acercamos al límite mínimo. Es poco probable que el número de enzimas diferentes esté distribuido regularmente. En algunos casos habrá más de un par de docenas, y en otros menos. Es posible que sólo estén presentes uno o dos enzimas clave determinados. Para una célula con un volumen de menos de 0,02 micras cúbicas, las probabilidades que algunas enzimas clave sean empujadas fuera de ésta son cada vez mayores; de ocurrir esto, la célula dejaría de crecer y de multiplicarse.
Por tanto, resulta razonable suponer que la bacteria más pequeña visible con ayuda de un buen microscopio óptico es verdaderamente la porción más pequeña de materia en la que es posible introducir todos los procesos característicos de la vida. Visto de esta manera, esta bacteria representa el límite de compacidad en lo que se refiere a los organismos vivos.
Pero, ¿y los organismos que son aún más pequeños que la más pequeña bacteria y que, al carecer de algún enzima o enzimas esenciales, no crecen ni se desarrollan en condiciones normales? ¿Podemos considerarlos como organismos completamente inertes por el hecho que no tienen una vida autónoma?
Antes de responder, tengamos en cuenta que esos pequeños organismos (que podemos llamar subcélulas) siguen siendo potencialmente capaces de crecer y multiplicarse. Esta potencialidad puede traducirse en hechos si les proporcionamos la enzima o enzimas necesarias para ello, y éstos sólo pueden proceder de una célula viva completa.
Por tanto, una subcélula es un organismo que tiene la capacidad de invadir una célula para crecer y multiplicarse en su interior, utilizando la dotación enzimática de ésta para suplir sus deficiencias.
Las subcélulas más grandes que existen son las rickettsias, que toman su nombre de un patólogo americano, Howard Taylor Ricketts, quien en 1909 descubrió que los insectos eran los agentes transmisores del tifus exantemático de las montañas Rocosas, enfermedad producida por estas subcélulas. Murió al año siguiente de fiebre tifoidea, de la que se había contagiado en el curso de sus investigaciones sobre esta enfermedad, que también transmiten algunos insectos. Tenía treinta y nueve años, y la recompensa que obtuvo por sacrificar su vida por el bien del género humano fue, como ya pueden imaginarse, el olvido.
Las rickettsias más pequeñas se confunden con los virus (no hay una divisoria claramente marcada), y los más pequeños de entre éstos sobrepasan el tamaño de los genes, que se encuentran en el núcleo de las células y que llevan en su estructura información genética parecida a la de los virus.
Para seguir hablando de estas subcélulas, vamos a dejar de utilizar la micra cúbica como unidad de volumen, porque de no hacerlo tendríamos que trabajar con decimales pequeñísimos. En su lugar utilizaremos la milimicra cúbica. Una milimicra es la milésima parte de una micra.
Por tanto, una milimicra cúbica es 1/1.000 por 1/1.000 por 1/1.000, o una milmillonésima parte de una micra cúbica. En otras palabras, el volumen de la bacteria más pequeña, 0,02 micras cúbicas, es igual a 20.000.000 milimicras cúbicas. Ahora podemos presentar una tabla de volúmenes de las subcélulas:

Subcélulas Volumen (milimicra 3 )
Rickettsia de la fiebre tifoidea
Virus de la viruela (vacuna)
Virus de la gripe
Bacteriófagas
Virus del mosaico del tabaco
Gen
Virus de la fiebre amarilla
Virus de la pezuña del caballo
54.000.000
5.600.000
800.000
520.000
50.000
40.000
5.600
700

Las subcélulas presentan grandes diferencias de volumen. La rickettsia más grande es tres veces mayor que la bacteria más pequeña. (No es sólo el tamaño el que determina la condición de subcélula, sino la ausencia de al menos un enzima esencial.) Por otra parte, la subcélula más pequeña tiene un tamaño de sólo 1/3.500 del de la bacteria más pequeña. La relación de tamaños entre la subcélula más grande y la más pequeña es la misma que hay entre la ballena más grande y un perro de tamaño medio.
A medida que bajamos por la escala de subcélulas, disminuye el número de moléculas. Naturalmente, las macromoléculas de nitrógeno-fósforo no desaparecen por completo, ya que la vida, aunque sólo sea una lejana posibilidad de vida, es imposible sin ellas (al menos la forma de vida que conocemos). Las subcélulas más pequeñas están formadas únicamente por una pequeñísima cantidad de estas macromoléculas, sólo por los elementos imprescindibles para la vida, sin ningún elemento superfluo, por decirlo así.
Sin embargo, el número de átomos sigue siendo bastante considerable. Una milimicra cúbica es capaz de contener varios cientos de átomos si se agrupan con el mayor grado de compacidad posible, lo que desde luego no ocurre en los tejidos vivos.
Así, el virus del mosaico del tabaco tiene un peso molecular de 40.000.000, y los átomos de los tejidos vivos tienen un peso molecular medio de 8 aproximadamente.

Subcélulas Número de átomos
Rickettsia de la fiebre tifoidea
Virus de la viruela (vacuna)
Virus de la gripe
Bacteriófagas
Virus del mosaico del tabaco
Gen
Virus de la fiebre amarilla
Virus de la pezuña del caballo
5.400.000.000
560.000.000
80.000.000
52.000.000
5.000.000
4.000.000
560.000
70.000

(Todos los átomos, excepto el de hidrógeno, tienen pesos atómicos muy superiores a 8, pero el elevado número de átomos de hidrógeno, cada uno con un peso atómico de 1, hace bajar la media.)

Esto quiere decir que en un virus del mosaico del tabaco hay aproximadamente
5.000.000 de átomos, unos 100 átomos por milimicra cúbica. Por tanto, podemos confeccionar una nueva versión de la tabla anterior:

Por tanto, parece ser que los elementos imprescindibles para la vida pueden estar contenidos en sólo 70.000 átomos. Por debajo de este nivel nos encontramos con moléculas de proteínas ordinarias, evidentemente inertes.
Algunas moléculas de proteína (evidentemente inertes) llegan a tener más de 70.000 átomos, pero lo normal es que estas moléculas contengan de 5.000 a 10.000 átomos.
Por consiguiente, vamos a considerar que 70.000 átomos es la «unidad mínima de vida». Como una célula humana normal contiene macromoléculas formadas por un número total de átomos al menos quinientos millones de veces mayor que la unidad mínima de vida, y como la corteza cerebral humana contiene diez mil millones de células, no es de extrañar que el cerebro sea lo que es.
De hecho, lo que resulta pasmoso es que el género humano se las haya arreglado, menos de diez mil años después de inventar la civilización, para reunir unos cuantos miles de unidades tremendamente simples y construir con ellas ordenadores con resultados tan satisfactorios.
Imagínense lo que podría ocurrir si fuéramos capaces de construir unidades compuestas de quinientos millones de elementos, y luego utilizáramos diez mil millones de estas unidades para diseñar un ordenador. Vaya, es posible que se obtuviera algo que, en comparación, hiciera parecer al cerebro humano un petardo mojado.
¡Mejorando lo presente, por supuesto!

jueves, 20 de noviembre de 2008

Ensayo 3

El cielo en la tierra
Lo mejor que tiene escribir estos artículos es que me obliga a ejercitar la mente constantemente. Tengo que estar con los ojos y los oídos siempre abiertos, atento a cualquier cosa que haga saltar la chispa de un tema que me parezca que puede ser de interés para el lector.
Por ejemplo, hoy me ha llegado una carta con una pregunta sobre el sistema duodecimal, en el que se cuenta por docenas en lugar de por decenas, y esto ha provocado una reacción mental en cadena que me ha llevado hasta la astronomía y que además me ha dado una idea que, que yo sepa, no se le había ocurrido a nadie antes que a mi.
Lo primero que se me ocurrió es que, después de todo, el sistema duodecimal se utiliza para algunas cosas. Por ejemplo, decimos que doce objetos constituyen una docena, y que doce docenas son una gruesa. Pero, que yo sepa, doce no se ha utilizado nunca como base para un sistema numérico, excepto en los juegos de los matemáticos.
Por otra parte, hay un número que se ha utilizado como base para una notación formal posicional: el 60. Los antiguos babilonios trabajaban en base 10, igual que nosotros, pero también utilizaban con frecuencia el 60 como base alternativa. En un número en base 60, lo que conocemos por escala de unidades contiene todos los números entre el 1 y el 59, mientras que lo que conocemos por escala de decenas se convierte en escala de «sesentenas», y nuestra escala de centenas (diez por diez) se convierte en la escala de «tres mil seiscientos» (sesenta por sesenta).
Así, al escribir un número, por ejemplo 123, en realidad éste representa (1 x 102) + (2 x 101) + (3 x 100). Y como 102 es igual a 100, 101 es igual a 10 y 100 es igual a 1, el total es 100 +20+3, o, como hemos dicho antes, 123.
Pero si los babilonios querían escribir el equivalente de 123 en base 60, esto seria (1 x 602) + (2 x 601) + (3 x 600). Y como 602 es igual a 3.600, 601 es igual a 60 y 600 es igual a 1, el resultado es 3.600 + 120 + 3, ó 3.723 en nuestra notación decimal. Si utilizamos una notación posicional de base 60, se trata de una «notación sexagesimal».
Como sugiere la palabra «sexagésimo», la notación sexagesimal también puede expresarse con fracciones.
Nuestra notación decimal nos permite utilizar una cifra como 0,156, que en realidad expresa 0 + 1/10 + 5/100 + 6/1.000. Como ven, los denominadores siguen la escala de los múltiplos de 10. En la escala sexagesimal los denominadores siguen la escala de los múltiplos de 60, y 0,156 representaría 0 + 1/60 + 5/3.600 + 6/216.000, ya que 3.600 es igual a 60 x 60, 216.000 es igual a 60 x 60 x 60, y así sucesivamente.
Aquellos de entre ustedes que conozcan bien la notación exponencial, sin duda se sentirán muy satisfechos de saber que 1/10 puede representarse como 10-1, 1/100 puede representarse como 10-2 y así sucesivamente, y que 1/60 puede representarse 60-1, 1/3.600 como 60-2 y así sucesivamente. Por tanto, un número entero en notación sexagesimal seria algo así: (15) (45) (2), (17) (25) (59) ó (15 x 602) + (45 x 601) + (2 x 600), y si quieren pasar el rato calculando cuál es su equivalente en la notación decimal corriente, háganlo. Pero no cuenten conmigo.
Todo esto no tendría más que un interés puramente académico si no fuera por el hecho que seguimos utilizando la notación sexagesimal en al menos dos cuestiones importantes, que datan de la época de los griegos.
Los griegos tenían tendencia a utilizar la notación babilónica en base 60 cuando se enfrentaban a cálculos complicados; como hay tantos números divisibles por 60, las fracciones se evitaban siempre que era posible (¿y quién no intentaría evitar las fracciones siempre que fuera posible?).
Por ejemplo, hay una teoría que afirma que los griegos dividían el radio de un circulo en 60 partes iguales, para que al trabajar con medio radio, o un tercio o un cuarto o un quinto o un sexto o un décimo de radio (y así sucesivamente), siempre les fuera posible expresarlo como un número entero en base sexagesimal. Por tanto, como en la antigüedad el valor de p (pi) a menudo se consideraba aproximadamente igual a 3, lo que facilitaba las cosas, y como la longitud de la circunferencia de un circulo es igual a dos veces p por el radio, la longitud de la circunferencia de un círculo es igual a 6 veces el radio o a 360 sexagésimas partes del radio. De ahí viene quizá la costumbre de dividir un círculo en 360 partes iguales.
Otra posible razón para ello reside en el hecho que el Sol completa su recorrido en un poco más de 365 días, de manera que cada día recorre alrededor de 1/365 de su camino por el firmamento. Ahora bien, los antiguos no iban a hacerse los exigentes por unos cuantos días más o menos, y es mucho más fácil trabajar con 360, así que dividieron el circuito celeste en 360 partes y consideraron que el Sol atraviesa una de estas divisiones (bueno, más o menos) cada día.
La trescientos sesentava parte de un circulo se llama «grado», del latín «peldaño hacia abajo». Si se considera que el Sol se desplaza por una especie de escalera circular, cada día baja un peldaño (bueno, más o menos) de esta escalera.
Siguiendo con el sistema sexagesimal, cada grado puede dividirse en 60 partes más pequeñas, y cada una de éstas en otras 60 más pequeñas aún, y así sucesivamente. La primera división se llamaba en latín pars minuta prima (la primera parte pequeña), y la segunda pars minuta secunda (la segunda parte pequeña), que, en forma abreviada, son los minutos y segundos de nuestro idioma.
El símbolo del grado es un circulito (por supuesto), el del minuto una raya simple y el del segundo una raya doble, de manera que cuando decimos que la latitud de algún lugar determinado de la Tierra es 39° 17'42", lo que estamos diciendo es que está a una distancia del Ecuador de 39 grados más 17/60 de grado más 42/3.600 de grado, y ¿qué es eso sino el sistema sexagesimal?
La segunda cuestión para la que se sigue utilizando el sistema sexagesimal es la medida del tiempo (que en un principio estaba basada en los movimientos de los cuerpos celestes). Así, dividimos la hora en minutos y segundos, y cuando hablamos de un intervalo de tiempo de 1 hora, 44 minutos y 20 segundos, estamos hablando de una duración de 1 hora más 44/60 más 20/3.600 de hora.
Este sistema se puede seguir aplicando más allá del segundo; en la Edad Media los astrónomos árabes lo hacían con frecuencia. Uno de ellos batió una marca al dividir una fracción sexagesimal en otra y calcular un cociente con 10 cifras sexagesimales, que equivalen a 17 cifras decimales.
Bien, olvidémonos por ahora de las fracciones sexagesimales y vamos a concentrarnos en las consecuencias de dividir las circunferencias de los círculos en un determinado número de partes. Y vamos a concentrarnos especialmente en el círculo de la eclíptica a lo largo de la cual el Sol, la Luna y los planetas recorren sus órbitas.
A fin de cuentas, ¿cómo demonios se las puede uno arreglar para medir una distancia en el cielo? No con una cinta métrica, desde luego. En esencia, el sistema consiste en trazar dos líneas imaginarias desde los extremos del intervalo a medir que atraviesen la eclíptica (o cualquier otro arco de círculo) y lleguen al centro del círculo, en el que situamos nuestro punto de vista imaginario, y luego medir el ángulo que forman estas dos líneas.
Es difícil explicar la importancia de este sistema sin un gráfico, pero voy a intentarlo, con mi acostumbrada temeridad (aunque les recomiendo que vayan dibujándolo ustedes mientras leen mi explicación, no vaya a ser que ésta resulte irremediablemente confusa).
Supongamos que tenemos un círculo con un diámetro de 115 metros, otro círculo con el mismo centro y un diámetro de 230 metros y otro más también con el mismo centro y un diámetro de 345 metros. (Se trata de «círculos concéntricos»; su aspecto recuerda el de una diana.)
La circunferencia del círculo más pequeño mediría unos 360 metros, la del intermedio unos 720 metros y la mayor unos 1.080 metros.
A continuación, marcamos 1/360 de la circunferencia del círculo menor, un arco de un metro de largo, y trazamos dos líneas desde los extremos del arco hasta el centro del circulo. Como 1/360 de la circunferencia es un grado, también podemos considerar que el ángulo formado desde el centro es un grado (sobre todo, teniendo en cuenta que 360 arcos iguales a éste ocuparían toda la circunferencia y que por lo tanto 360 ángulos centrales iguales a éste ocuparían todo el espacio alrededor del centro).
Si prolongamos hacia fuera el ángulo de un grado, de manera que sus lados atraviesen los dos círculos mayores, éstos delimitarán un arco de 2 metros en el círculo intermedio y otro de 3 metros en el círculo mayor. Los lados divergen en la misma medida que la circunferencia aumenta de diámetro. Las longitudes de los arcos varían, pero la fracción del círculo en relación con su diámetro sigue siendo la misma. Un ángulo de un grado con vértice en el centro de un circulo delimitará un arco de un grado en la circunferencia de cualquier círculo, sea cual sea su diámetro, ya se trate del circulo que marca los limites de un protón o del Universo (según la geometría euclidiana, me apresuro a añadir). Esto se cumple para todos los ángulos de cualquier medida.
Imaginemos que nuestro ojo está en el centro de un círculo que tiene dos marcas, a una distancia de 1/6 de la circunferencia, es decir, a 360/6 ó 60 grados de arco. Si trazamos una línea imaginaria desde cada marca hasta nuestro ojo, estas dos líneas forman un ángulo de 60 grados. Si miramos primero a una marca y luego a la otra, estamos desplazando la vista en un ángulo de 60 grados.
Y lo de menos es que el círculo esté a una milla o a un trillón de millas de distancia. Si las dos marcas están separadas 1/6 de circunferencia, tienen una separación de 60 grados, sea cual sea la distancia. Es estupendo disponer de esta forma de medir, ya que no tenemos ni la más ligera idea de la distancia a la que se encuentra el círculo.
De manera que, como durante la mayor parte de la historia de la humanidad los astrónomos no conocían las distancias a las que se encontraban los cuerpos celestes, la medición angular era exactamente lo que necesitaban.
Y si no lo creen así, intenten utilizar la medición lineal. Normalmente, si le pedimos a alguien que haga una estimación aproximada del diámetro (aparente) de la Luna, recurrirá casi instintivamente a las medidas lineales.
Lo más probable es que su juiciosa respuesta sea: «Oh, unos treinta centímetros».
Pero al utilizar las medidas lineales está determinando una distancia concreta, lo sepa o no. Para que un objeto de treinta centímetros de diámetro parezca tan grande como la Luna llena, tiene que estar a una distancia de 33 metros. No creo que nadie, aunque piense que la Luna tiene un diámetro de treinta centímetros, considere que se encuentra a una distancia de menos de 33 metros.
Si nos atenemos a las mediciones angulares y afirmamos que el diámetro medio de la Luna llena es 31' (minutos), no estamos haciendo ninguna estimación de la distancia y nos mantenemos en terreno seguro.
Pero si insistimos en utilizar las mediciones angulares, desconocidas para la mayoría de la población, entonces es necesario encontrar la manera que todo el mundo lo entienda. La forma más corriente de hacerlo, y también de representarnos el tamaño de la Luna, por ejemplo, es tomar un circulo que nos sea familiar y calcular la distancia a la que tiene que estar para que parezca del mismo tamaño que la Luna.
Un círculo así es, por ejemplo, el de una moneda de veinticinco centavos. Tiene un diámetro aproximado de 0,96 pulgadas (2,4 cm), y podemos considerar que su diámetro es de 1 pulgada (2,5 cm) sin cometer un error demasiado considerable. Si sostenemos la moneda a 9 pies (unos 3 m) de distancia de nuestros ojos, forma un arco de 31' con centro en éstos, lo que quiere decir que la veremos del mismo tamaño que la Luna llena, y si la mantenemos a esta distancia entre nuestros ojos y la Luna llena, la tapará por completo.
Si nunca se les había ocurrido esta idea, seguramente les parecerá sorprendente que una moneda de un cuarto de dólar a una distancia de 3 metros (que probablemente se imaginen que parecería muy pequeña) cubra por completo la Luna llena (que probablemente consideren que es bastante grande). Lo único que puedo decirles es: ¡hagan el experimento!
Bien, esto puede ser válido para el Sol y la Luna, pero hay que tener en cuenta que son los cuerpos celestes más grandes a simple vista. En realidad, son los únicos (a excepción de algún cometa ocasional) que muestran un disco visible. El resto de los cuerpos celestes se mide en fracciones de minuto, e incluso en fracciones de segundo.
No es difícil continuar con la analogía y decir que un planeta o una estrella determinados tienen un diámetro aparente igual al de una moneda de un cuarto de dólar vista desde una distancia de una o diez o cien millas, y de hecho eso es lo que se suele hacer. ¿Pero qué utilidad puede tener? A esas distancias es imposible ver la moneda o hacerse una idea de su tamaño. Simplemente se ha sustituido una medida no apreciable a simple vista por otra.
Tiene que haber una manera mejor de hacerlo.
Y en este punto de mi razonamiento, tuve esa idea original (espero).
Supongamos que la Tierra tuviera exactamente su tamaño real, pero que fuera una enorme esfera hueca, lisa y transparente. Supongamos que estuviéramos mirando al cielo desde un punto situado exactamente en el centro de la Tierra, y no en su superficie. En ese caso veríamos todos los cuerpos celestes proyectados en la esfera terrestre.
En realidad, es como si el globo terrestre nos sirviera de soporte para dibujar una réplica de la esfera celeste.
La importancia de esto reside en que el globo terrestre es la única esfera sobre la que podemos representar sin dificultad las medidas angulares, ya que todos hemos oído hablar de la latitud y la longitud, que son medidas angulares. Un grado determina una longitud de 69 millas (111 Km.) sobre la superficie de la Tierra (con algunas ligeras variaciones que podemos pasar por alto, debidas al hecho que la Tierra no es una esfera perfecta). Por tanto, 1 minuto, que equivale a 1/60 de grado, es igual a 1,15 millas (1,8 Km.) o a 6.060 pies (1.847 m), y un segundo, que equivale a 1/60 de minuto, es igual a 101 pies (31 m).
Observarán, por tanto, que si conocemos el diámetro angular aparente de un cuerpo celeste, sabemos cuál sería exactamente el diámetro de su representación a escala sobre la superficie de la Tierra.
Por ejemplo, la Luna, con un diámetro angular medio de 31 minutos, tendría un diámetro de 36 millas (58 Km.) en su representación a escala sobre la superficie de la Tierra.
Cubriría limpiamente toda la zona metropolitana de Nueva York, o el espacio que hay entre Boston y Worcester.
Es posible que su primera reacción sea exclamar « ¡COMO!»; pero esta distancia no es tan grande como parece. Recuerden que este modelo a escala es visto desde el centro de la Tierra, a cuatro mil millas (6.436 Km.) de la superficie, y no tienen más que pensar en cuál sería el tamaño aparente del área metropolitana de Nueva York visto desde esa distancia. O, si tienen un globo terráqueo, dibujen un círculo cuyo diámetro se extienda desde Boston a Worcester y se darán cuenta que es verdaderamente muy pequeño en comparación con la superficie total de la Tierra, lo mismo que la Luna es realmente muy pequeña si la comparamos con la superficie total del cielo. (Por cierto, serían necesarios
490.000 cuerpos del tamaño de la Luna para cubrir todo el cielo, y 490.000 cuerpos del tamaño de nuestra representación de la Luna para cubrir toda la superficie terrestre.)
Pero esto al menos nos da una idea del efecto de aumento de mi procedimiento, que resulta especialmente útil cuando trabajamos con cuerpos más pequeños que el Sol o la Luna, en el momento exacto en que la idea de la moneda de cuarto de dólar a una distancia de no sé cuántas millas deja de ser de utilidad.
Por ejemplo, en la Tabla 1 doy los diámetros angulares máximos de diferentes planetas, medidos en el momento en que más se aproximan a la Tierra, y sus diámetros lineales a la escala en que se representarían en la superficie de la Tierra.

TABLA 1. Planetas a escala
Planeta
Mercurio
Venus
Marte
Júpiter
Saturno
Urano
Neptuno
Diámetro angular (seg.)
12,7
64,5
25,1
50,0
20,6
4,2
2,4
Diámetro lineal (pies/metros)
1.280 / 390
6.510 / 1.985
2.540 / 775
5.050 / 1.540
2.080 / 635
425 / 130
240 / 73

No he incluido Plutón, porque no sabemos exactamente cuál es su diámetro angular. Pero si suponemos que su tamaño es aproximadamente el mismo que el de Marte, entonces en el punto más alejado de su órbita seguirá teniendo un diámetro angular de 0,2 segundos, y puede representarse mediante un círculo de 20 pies (6 m).
Podríamos dibujar cada planeta con sus satélites a escala sin mayor problema. Por ejemplo, los cuatro satélites grandes de Júpiter estarían representados por unos círculos de diámetros comprendidos entre 110 y 185 pies (33,5 y 56,4 m), a una distancia de Júpiter que oscilaría entre 3 y 14 millas (5 y 22,5 km.). Todo el sistema joviano, medido hasta la órbita del satélite más alejado (Júpiter IX, un círculo de unos 13 cm de diámetro), cubriría un círculo de unas 350 millas (563 km.) de diámetro.
Pero lo verdaderamente interesante de todo este sistema serían las estrellas. Estas, como los planetas, no presentan un disco visible. Pero, a diferencia de aquellos, ni siquiera presentan un disco visible al observarlos con el telescopio más potente. Los planetas (todos, excepto Plutón) se ven como discos incluso utilizando telescopios de tamaño mediano; no así las estrellas.
Se ha determinado el diámetro angular aparente de algunas estrellas por métodos indirectos. Por ejemplo, la estrella de mayor diámetro angular es probablemente Betelgeuse, con un diámetro de 0,047 segundos. Ni siquiera el enorme telescopio de 200 pulgadas es capaz de ampliar ese diámetro más de mil veces, y a ese aumento la estrella más grande sigue midiendo aparentemente menos de 1 minuto de arco; por tanto, no la vemos como un disco, de igual manera que tampoco vemos así Júpiter al observarlo a simple vista. Y, naturalmente, la mayoría de las estrellas son mucho más pequeñas en apariencia que la enorme Betelgeuse. (Las estrellas que son, en realidad, más grandes que Betelgeuse están tan lejos que parecen más pequeñas.)
Pero en mi escala terrestre, Betelgeuse, con su diámetro aparente de 0,047 segundos de arco, se representaría mediante un círculo de unos 4,7 pies (1,43 m). (Comparen este diámetro con los 20 pies —6 m— de Plutón. que es el planeta más alejado.)
Sin embargo, es inútil tratar de obtener cifras reales a partir de los diámetros angulares, porque sólo se han medido los de unas cuantas estrellas. En lugar de eso, supongamos que todas las estrellas tienen el mismo brillo intrínseco que el Sol. (Lo que, desde luego, no es cierto, pero el Sol es una estrella mediana, y, por tanto, este supuesto no alteraría de manera radical el aspecto del Universo.)
Ahora bien, el brillo aparente del Sol (o de cualquier estrella) se mantiene constante en relación con el área, sea cual sea la distancia. Si el Sol se encontrara al doble de su distancia actual, su brillo aparente seria cuatro veces menor, pero lo mismo ocurriría con su superficie aparente.
El área visible sería tan brillante como de costumbre, sólo que menor.
Lo contrario también es cierto. Mercurio, en el momento en que se encuentra más cerca del Sol, ve una estrella igual de brillante por segundo cuadrado que la que vemos nosotros, pero es también una estrella que ocupa diez veces más segundos cuadrados, y por tanto el Sol de Mercurio es diez veces más brillante que el nuestro.
Bien, si todas las estrellas fueran tan luminosas como el Sol, entonces la superficie aparente sería directamente proporcional a la luminosidad aparente. Conocemos la magnitud del Sol (-26,72), y también las magnitudes de algunas otras estrellas, y esto nos proporciona una escala de luminosidad comparada de la que podemos deducir una escala de superficies comparadas y, por tanto, de diámetros comparados. Lo que es más: como conocemos la medida angular del Sol, podemos servirnos de los diámetros comparados para calcular las medidas angulares comparadas que, naturalmente, podemos pasar a diámetros lineales (a escala) sobre la Tierra.
Pero no se preocupen por los detalles (de todas formas, lo más probable es que se hayan saltado el párrafo anterior); voy a dar los resultados en la Tabla 2.
(El hecho que Betelgeuse tenga un diámetro aparente de 0,047, y, sin embargo, sea menos brillante que Altaír, se debe a que Betelgeuse, una gigante roja, está a una temperatura menor que la del Sol, y por tanto su brillo por unidad de superficie es mucho más débil. Recuerden que la Tabla 2 está basada en el supuesto que todas las estrellas son tan luminosas como el Sol.)
Así que ya ven lo que ocurre en cuanto salimos del sistema solar. La representación a escala de los cuerpos que se encuentran dentro de este sistema se mide en metros y kilómetros. Fuera del sistema solar, nos encontramos con cuerpos que, a escala, no miden más que unos centímetros.
Si se imaginan unas zonas tan pequeñas de la superficie de la Tierra vistas desde su centro, creo que se darán cuenta de lo pequeñas que son en apariencia las estrellas, y de la razón por la que los telescopios no pueden ampliarlas hasta el tamaño de discos visibles.

TABLA 2. Estrellas a escala
Magnitud de la estrella
-1 (Vg. Sirio)
0 (Vg. Rigel)
1 (Vg. Altaír)
2 (Vg. Polaris)
3
4
5
6
Diámetro angular (seg)
0,014
0,0086
0,0055
0,0035
0,0022
0,0014
0,00086
0,00055
Diámetro lineal (pulg/cm)
17.0 / 43,18
10.5 / 26,67
6,7 / 17,02
4.25 / 10,8
2.67 / 6,78
1,70 / 4,32
1,05 / 2,67
0.67 / 1,70

El número total de estrellas visibles sin ayuda del telescopio es de unas 6.000, dos tercios de las cuales son estrellas de poco brillo, de quinta o sexta magnitud. Por tanto, podemos imaginarnos la Tierra cubierta por 6.000 estrellas, la mayoría de las cuales tienen un diámetro de unos dos centímetros y medio. Las estrellas de mayor tamaño son verdaderamente muy escasas, sólo veinte de entre ellas tendrían un diámetro de unos 30 cm.
La distancia media entre dos estrellas representadas sobre la superficie de la Tierra sería de 180 millas (290 kilómetros). En el Estado de Nueva York habría una estrella, o dos como mucho, y en el territorio de los Estados Unidos (Alaska incluida) habría aproximadamente cien estrellas.
Como ven, el cielo está bastante poco habitado, a pesar de las apariencias.
Por supuesto, estamos hablando únicamente de las estrellas visibles. Con un telescopio es posible distinguir miríadas de estrellas cuyo brillo es demasiado débil como para ser perceptible a simple vista, y el telescopio de 200 pulgadas puede fotografiar estrellas de hasta vigésimo segunda magnitud.
Una estrella de magnitud 22 dibujada a escala sobre la Tierra, sólo tendría 0,0004 pulgadas (0,001 cm) de diámetro, más o menos el tamaño de una bacteria. (Distinguir una bacteria brillante sobre la superficie de la Tierra desde la privilegiada atalaya del centro de ésta, a más de 6.000 kilómetros de distancia, resulta una ilustración bastante impresionante del poder de resolución de los telescopios modernos.)
El número de estrellas individuales visibles hasta la magnitud 22 es aproximadamente de dos mil millones. (En nuestra galaxia hay por lo menos cien mil millones de estrellas, pero casi todas se encuentran en el núcleo galáctico, que está completamente oculto a nuestra vista por las nubes de polvo estelar. Los dos mil millones que vemos no son más que unas cuantas que se encuentran cerca de nosotros, en los brazos de la espiral.)
Siguiendo con nuestra escala sobre la Tierra, esto quiere decir que entre los 6.000 círculos que ya hemos dibujado (la mayoría de dos centímetros y medio de diámetro), hemos de espolvorear dos mil millones más de puntitos, de entre los cuales sólo un pequeño porcentaje son bastante grandes como para ser visibles; pero la mayoría tienen un tamaño microscópico.
La distancia media entre las estrellas, incluso después de este numeroso espolvoreo, seguiría siendo, a la escala de la superficie terrestre, de unos 500 metros.
Esto responde a una pregunta que, por lo menos, yo me había hecho en más de una ocasión. Cuando alguien observa una fotografía que muestra las miríadas de estrellas visibles con un telescopio grande, no puede por menos de preguntarse cómo es posible ver más allá de todos esos polvos de talco para observar las galaxias exteriores.
Bueno, lo que ocurre es que, a pesar del inmenso número de estrellas, el espacio libre entre ellas sigue siendo comparativamente enorme. De hecho, se ha calculado que toda la luz estelar que llega hasta nosotros equivale al brillo de 1.100 estrellas de primera magnitud. Esto quiere decir que, si se agruparan todas las estrellas visibles, ocuparían un círculo (en la escala terrestre) de 18,5 pies (5,6 m) de diámetro.
Así que llegamos a la conclusión que todas las estrellas juntas ocupan menos espacio en nuestro cielo que el planeta Plutón. En realidad, sólo la Luna cubre casi 300 veces más porción de firmamento que todos los otros cuerpos celestes nocturnos, más que todos los planetas, satélites, planetoides y estrellas juntos.
Observar el espacio exterior a nuestra galaxia no presentaría ningún problema de no ser por las nubes de polvo, que son el único obstáculo imposible de eliminar aun en el caso que pudiera instalarse un telescopio en el espacio.
Es una pena que el Universo no pueda proyectarse de verdad sobre la superficie de la Tierra por algún tiempo, el bastante para enviar a las siete Pléyades con siete fregonas y órdenes estrictas de quitarle cuidadosamente el polvo al Universo.
¡Qué felices serían entonces los astrónomos!

Nota
Resulta extraña la forma en que la imaginación a veces se queda a mitad de camino. En el artículo precedente se me ocurrió la idea, verdaderamente genial, de proyectar los cielos sobre la esfera terrestre para poder visualizar de una manera nueva y sorprendente los tamaños aparentes de los cuerpos celestes y compararlos entre sí. (Desde luego, nadie ha incluido jamás esta idea en ningún libro de astronomía, que yo sepa: otra muestra más de mi ingenio que no ha llegado al gran público.)
Por otra parte, acabé mi artículo quejándome de las nubes de polvo y diciendo que nos impiden ver lo que hay más allá de ellas, y que eran «imposibles de eliminar aun en el caso que pudiera instalarse un telescopio en el espacio».
Naturalmente, en 1961 ya había radiotelescopios, para los cuales las nubes de polvo no representan ningún problema. Las microondas atraviesan las nubes como si no estuvieran allí. Sin embargo, los radiotelescopios de aquella época detectaban las cosas con mucha menor nitidez que los telescopios ópticos.
Por desgracia, no fui capaz de darme cuenta que un cierto número de radiotelescopios muy separados y que se manejaran al unísono mediante métodos computarizados actuarían básicamente como un solo disco telescópico gigante que sería capaz de ver las cosas con mayor claridad y más detalle que los telescopios ópticos. El resultado es que, por ejemplo, podemos estudiar la actividad de las ondas de radio de nuestro centro galáctico con una enorme precisión, a través de todas las nubes de polvo que se interponen en el camino.

Evita que usuarios sin privilegios copien datos a unidades de almacenamiento externo

Almacenamiento Memorias Flash

Uno de los grandes peligros para muchos usuarios en lo que se refiere a la seguridad de la información viene de la mano de los actuales discos y memorias USB, que se han popularizado hasta el punto de que es extraño el usuario que no tiene una

Analizando el problema y localice una vía bastante simple para evitar que determinados usuarios pudieran sacar datos desde sus ordenadores a través de uno de estos dispositivos.

Para ello, tendremos que acudir al Registro de Windows (Inicio/Ejecutar/regedit) y buscar la clave HKEY_LOCAL_MACHINE\SYSTEM\CurrentControlSet\Control\Storage-DevicePolicies. Una vez situados en esta categoría, a la derecha, sólo tendremos que crear una entrada tipo DWORD, a la que llamaremos WriteProtect.

Como valor de esta entrada, introduciremos 1 para bloquear la escritura en discos externos USB (o 0, si más tarde queremos volver a activarla). A partir de este momento, no será necesario ni siquiera reiniciar la máquina. El usuario que intente grabar cualquier fichero o contenido en su dispositivo de almacenamiento USB recibirá un mensaje de error, por lo que le será imposible llevarse información confidencial.

viernes, 7 de noviembre de 2008

Activar la cuenta de administrador en Windows Vista

Los usuarios de Windows Vista sabrán que este viene sin la cuenta de administrador activada, y que esta cuenta esta oculta.

Si eres un usuario novel, mejor omite este truco, ya que podemos "desajustar" algo sino sabemos muy bien lo que estamos haciendo. A los usuarios avanzados les puede venir bien tenerla activa para resolver algún problema a futuro.

Lo primero que vamos a hacer es irnos a Inicio, ahí le damos con el botón derecho a Ejecutar y le damos a Ejecutar como administrador. Entonces se nos abrirá la consola del sistema e introducimos el siguiente comando:

net user administrador /active:yes

Le damos a Enter y teóricamente todo debe haber funcionado. Reiniciaremos el sistema y en la pantalla de inicio nos debe aparecer ya la opción para elegirlo. Ahora lo más importante es darle una contraseña a ese usuario para evitar un uso inapropiado por parte de terceras personas.

Para volver a desactivarla simplemente introducimos el mismo comando pero donde dice /active:yes le decimos /active:no

Activar hasta 4 GB de memoria en Windows Vista 32 bits

Como es sabido, aunque instalemos 4 Gb o más de memoria en Windows Vista ( 32 bits), el sistema sólo reconocerá como máximo 3,5 Gb, no los 4 Gb. Veamos como solucionar este problema:

1.- Teclea cmd en "Buscar" y pulsa despues Ctrl + Shift + Enter (lo que te permite entrar en cmd en modo administrativo)

2) Teclea después: BCDEdit/set PAE forceenable

Listo.

Ensayo 02

Un trozo de pi
En un artículo titulado «Esas ideas disparatadas» (aparecido en la revista Fact and Fancy), dejé caer descuidadamente una nota a pie de página en la que afirmaba que e p i = -1.
Con el resultado que gran parte de los comentarios que recibí después de eso no se ocupaban del contenido del artículo, sino de esa nota. (Un lector, más entristecido que enfadado, demostró esta igualdad, cosa que yo había desdeñado hacer.)
Llegué a la conclusión que algunos lectores sienten interés por estos extraños símbolos. Como yo también lo siento (no obstante no ser matemático, ni ninguna otra cosa), sentí el impulso irresistible de elegir uno de ellos, por ejemplo pi, y escribir sobre él.
En primer lugar, ¿qué es pi? Bueno, se trata de la letra griega pi, y representa la relación entre la longitud del perímetro de un círculo y su diámetro. «Perímetro» viene del griego perimetron , que quiere decir «la medida de alrededor», y «diámetro» viene del griego diametron , que quiere decir «la medida a través». Por alguna oscura razón, mientras la palabra «perímetro» se suele utilizar para los polígonos, cuando se trata de círculos se suele utilizar la expresión latina «circunferencia». Supongo que esto es correcto (no soy un purista), pero tiende a oscurecer la razón de la existencia del símbolo pi.
Alrededor del año 1600, el matemático inglés William Oughtred, refiriéndose a la relación entre el perímetro del círculo y su diámetro, utilizó la letra griega p (pi), para designar el perímetro, y la letra griega d (delta) para designar el diámetro. Se trataba de las primeras letras de perimetron y diametron , respectivamente.
Ahora bien, a menudo los matemáticos tienden a simplificar las cosas. Fijando valores iguales a la unidad siempre que les es posible. Por ejemplo, pueden hablar de un círculo cuyo diámetro es la unidad. En un círculo tal, la longitud del perímetro tiene el mismo valor numérico que la relación del perímetro con el diámetro. (Supongo que para algunos de ustedes esto resulta obvio, y el resto puede fiarse de mi palabra.) Como en un círculo cuyo diámetro sea la unidad el perímetro es igual a esta relación, ésta puede representarse como pi, el símbolo del perímetro. Y como los círculos cuyo diámetro es la unidad se utilizan con mucha frecuencia, esta costumbre arraigó rápidamente.
El primer hombre notable que utilizó pi como símbolo de la relación entre la longitud del perímetro de un círculo y la longitud de su diámetro fue el matemático suizo Leonhard Euler, en 1737, y lo que era bastante bueno para Euler lo era también para todos los demás.
Ahora puedo volver a designar la distancia que rodea a un círculo con la palabra circunferencia.
Pero ¿cuál es la relación entre la circunferencia de un círculo y su diámetro en números reales?
Parece ser que esta cuestión siempre preocupó a los antiguos, mucho antes incluso de la invención de las matemáticas puras. Cualquier tipo de construcción más elaborada que un gallinero requiere calcular por adelantado todo tipo de medidas, a menos que se quiera estar perpetuamente gritando a algún subordinado: « ¡Imbécil, todas estas vigas son quince centímetros demasiado cortas!» Para realizar estas mediciones, dada la naturaleza del universo, siempre resulta necesario utilizar el valor de pi en las multiplicaciones. Incluso cuando no se está trabajando con círculos, sino sólo con ángulos (y los ángulos resultan inevitables) es inevitable tropezarse con el número pi.
Probablemente las primeras personas que se dieron cuenta de la importancia de esta relación al realizar estos cálculos empíricos determinaron la misma dibujando un círculo y midiendo físicamente la longitud del diámetro y de la circunferencia. Desde luego, la medición de la longitud de la circunferencia es un problema difícil que no puede ser resuelto con la típica regla de madera, demasiado rígida para este propósito.
Lo que probablemente hicieran los constructores de pirámides y sus predecesores sería colocar un cordel de lino, siguiendo cuidadosamente la línea de la circunferencia, hacer una pequeña marca en el punto en el que se completaba la medida, y luego enderezar la cuerda y medirla con el equivalente a una regla de madera. (Los matemáticos teóricos modernos desaprueban este método y hacen comentarios altivos del tipo de «pero entonces se está haciendo la arriesgada suposición que la línea tiene la misma longitud cuando es recta que cuando está curvada». Supongo que el honrado trabajador que estuviera organizando la construcción del templo local y tuviera que enfrentarse a una objeción de este tipo habría resuelto el asunto tirando al Nilo a quien la hubiera formulado.)
En cualquier caso, a base de dibujar círculos de diferentes tamaños y de realizar las medidas correspondientes, sin duda los arquitectos y artesanos cayeron muy pronto en la cuenta que la relación era siempre la misma para todos los círculos. En otras palabras, si un círculo tenía un diámetro el doble de largo o 15/8 más largo que el diámetro de un segundo círculo, su circunferencia también era el doble de larga o 15/8 más larga. Por tanto, el problema se reducía no a hallar la relación del círculo que se fuera a utilizar en cada caso, sino a hallar una relación universal válida para todos los círculos y de una vez por todas.
Cuando se tiene en mente el valor de pi, no es necesario volver a determinar esta relación para ningún círculo.
En cuanto al valor real de la relación determinada mediante mediciones, ésta dependía, en los tiempos antiguos, del cuidado que hubiera puesto la persona que realizara las mediciones y de la importancia que tuviera para ella la exactitud como valor abstracto. Los antiguos hebreos, por ejemplo, no eran grandes ingenieros de la construcción, y cuando les llegó el momento de construir su edificio más importante (el templo de Salomón), tuvieron que recurrir a un arquitecto fenicio.
Por tanto, es previsible que los hebreos se valieran sólo de números redondos para su descripción del templo, sin que les parecieran necesarias las estúpidas y fastidiosas fracciones, negándose a tener en cuenta cuestiones tan nimias e insignificantes en lo referente a la Casa de Dios.
Así, en el ensayo 4 de Crónicas 2, describen un «mar de metal fundido» que formaba parte del templo y que probablemente fuera alguna clase de recipiente de forma circular. La descripción comienza en el segundo versículo de este ensayo, y dice así: «E hizo también el mar de metal fundido de diez codos de un borde al otro; redondo enteramente y de cinco codos de altura, y ceñíalo alrededor un cordón de treinta codos.»
Como ven, los hebreos no se daban cuenta que al dar el diámetro de un círculo (diez codos o cualquier otra cosa) automáticamente estaban dando también la medida de su circunferencia. Les parecía necesario especificar que la circunferencia medía treinta codos, y al hacerlo nos revelan que consideraban que pi era exactamente igual a 3.
Existe siempre el peligro que algunos individuos, demasiado aferrados a las palabras literales de la Biblia, puedan considerar que, por consiguiente, 3 es el valor establecido por la divinidad para pi. Me pregunto si no habrán sido éstos los motivos del alma sencilla que, en la asamblea legislativa de cierto Estado, presentó hace algunos años un proyecto de ley para que pi fuera legalmente igual a 3 dentro de las fronteras de ese Estado. Afortunadamente, el proyecto de ley no fue aprobado; de lo contrario todas las ruedas de ese Estado (que, sin ninguna duda, habrían respetado las leyes de sus augustos legisladores) se habrían vuelto hexagonales.
En cualquier caso, aquellos pueblos de la antigüedad que conocían los refinamientos de la arquitectura sabían muy bien, gracias a sus mediciones, que el valor de pi era claramente mayor que 3. El valor más exacto que manejaban era 22/7 (o 31/7, si quieren), que no está nada mal y que se sigue utilizando en la actualidad cuando se quieren obtener con rapidez valores aproximados.
Si sacamos decimales; 22/7 es aproximadamente igual a 3,142857..., mientras que pi es aproximadamente igual a 3,141592... Así, 22/7 sobrepasa este valor en sólo el 0,04 por 100, o una parte cada 2.500, y es lo bastante bueno para la mayor parte de las aplicaciones prácticas.
Luego vinieron los griegos y desarrollaron un sistema geométrico en el que no había lugar para ese lamentable tejemaneje de coloca-un-cordel-y-mídelo-con-una-regla. Es obvio que con este método se obtenían valores que no podían ser mejores que la regla y el cordel y el ojo humano, todos ellos terriblemente imperfectos. En lugar de eso, los griegos se dedicaron a deducir cuál sería el valor de pi una vez que las líneas y las curvas perfectas de la geometría plana ideal que habían inventado eran debidamente tenidas en cuenta.
Arquímedes de Siracusa, por ejemplo, utilizaba el «método exhaustivo» (un precursor del cálculo integral, que Arquímedes podría haber inventado perfectamente dos mil años antes que Newton sólo con tal que algún amable benefactor de los siglos futuros le hubiera enviado los números árabes por medio de una máquina del tiempo) para calcular el valor de pi.
Para comprender en qué consistía este método, imaginemos un triángulo equilátero con sus vértices en la circunferencia de un círculo de diámetro uno. La geometría ordinaria nos basta para calcular el perímetro exacto de dicho triángulo, que es, por si les interesa, 3/2 Ö 3, ó 2,598076... Este perímetro tiene que ser menor que el del circulo (es decir, que el valor de pi), una vez más por razones geométricas elementales.
A continuación, imaginemos que dividimos en dos los arcos comprendidos entre los vértices del triángulo, inscribiendo así un hexágono regular (una figura de seis lados) en el círculo. Podemos determinar también su perímetro (que es exactamente 3); este perímetro es mayor que el del triángulo, pero sigue siendo menor que el del circulo. Si continuamos haciendo lo mismo una y otra vez, podemos ir inscribiendo polígonos regulares de 12, 24, 48... lados.
El espacio entre el polígono y los límites del círculo va disminuyendo o «agotándose» de manera constante, y el polígono se va acercando al círculo todo lo que se quiera, aunque nunca llega a alcanzarlo. Lo mismo puede hacerse con una serie de polígonos equiláteros circunscritos al círculo (que están por fuera de éste, es decir, con sus lados tangentes al círculo), obteniendo una serie de valores decrecientes que se aproximan a la circunferencia del círculo.
Lo que hizo Arquímedes fue básicamente atrapar la circunferencia entre una serie de números que se aproximan a pi desde abajo y otra que se aproxima desde arriba.
De esta manera era posible determinar el valor de pi con cualquier grado de exactitud, siempre que se tuviera la suficiente paciencia como para soportar el aburrimiento de trabajar con polígonos de un gran número de lados.
Arquímedes tuvo el tiempo y la paciencia de trabajar con polígonos de noventa y seis lados, y de esta forma pudo demostrar que el valor de pi era ligeramente menor que 22/7 y ligeramente mayor que la fracción 223/71, algo más pequeña.
Ahora bien, la media de estas dos fracciones es 3.123/994, y el equivalente decimal de esta fracción es 3,141851... Este valor sólo sobrepasa el verdadero valor de pi en un 0,0082 por 100, o una parte cada 12.500.
Hasta el siglo XVI no se obtuvo un valor más aproximado, al menos en Europa. Fue entonces cuando se utilizó por primera vez la fracción 355/113 como valor aproximado de pi. Se trata de la mejor aproximación de pi que puede expresarse en forma de una fracción razonablemente sencilla. El valor decimal de 355/113 es 3,14159292..., mientras que el verdadero valor de pi es 3,14159265... Como ven, 355/113 sobrepasa el verdadero valor de pi en sólo un 0,000008 por 100, o una parte cada 12.500.000.
Para darles alguna idea de lo buena que es la aproximación 355/113, supongamos que la Tierra es una esfera perfecta con un diámetro de 8.000 millas (13.000 kilómetros) exactamente. Podríamos entonces calcular la longitud del Ecuador multiplicando 8.000 por pi. Si damos a pi el valor aproximado de 355/113, el resultado seria 25.132,7433... millas. Con el verdadero valor de pi el resultado seria 25.132,7412... millas. La diferencia sería de unos tres metros. Y una diferencia de tres metros al calcular la circunferencia de la Tierra bien puede considerarse despreciable. Hasta los satélites artificiales que han contribuido a que nuestra geografía alcance mayores cotas de precisión, no nos han proporcionado mediciones con ese grado de exactitud.
La consecuencia es que, para cualquiera que no sea matemático, 355/113 se aproxima a pi lo bastante como para adecuarse a cualquier circunstancia que no sea verdaderamente excepcional. Y, sin embargo, los matemáticos tienen su propio punto de vista. No pueden sentirse felices si no encuentran el valor verdadero. En lo que a ellos respecta, un error, por pequeño que sea, es tan grande como un mega pársec.
Francois Vieta, un matemático francés del siglo XVI, dio el paso decisivo para encontrar el verdadero valor de pi.
Se le considera el padre del álgebra, porque, entre otras cosas, fue el primero en utilizar letras para simbolizar los valores desconocidos: las famosas x e y , a las que la mayoría de nosotros nos hemos tenido que enfrentar, turbados e indecisos, en algún momento de nuestras vidas.
Vieta confeccionó el equivalente algebraico del método geométrico exhaustivo de Arquímedes. Es decir, en lugar de trazar una serie infinita de polígonos cada vez más próximos a un círculo, dedujo una serie infinita de fracciones que podían ser calculadas para dar un valor de pi.
Cuantos más términos de la serie intervinieran en el cálculo, más cerca se estaría del verdadero valor de pi.
No voy a darles la serie de Vieta, porque está llena de raíces cuadradas y raíces cuadradas de raíces cuadradas y raíces cuadradas de raíces cuadradas de raíces cuadradas.
No hay por qué complicarse la vida con eso cuando otros matemáticos dedujeron otras series de términos (se trata siempre de series infinitas) para el cálculo de pi que resultan mucho más fáciles de expresar.
Por ejemplo, en 1673 el matemático alemán Gottfried Wilheim von Leibniz dedujo una serie que puede expresarse de la manera siguiente:

p = 4/1 - 4/3 -+- 4/5-4/7 + 4/9- 4/11 + 4/13- 4/15...

Como yo no soy más que un ingenuo lego en cuestiones matemáticas, sin prácticamente ninguna intuición matemática, cuando tuve la idea de escribir este artículo pensé en utilizar la serie de Leibniz para llegar rápidamente, mediante un sencillo cálculo, a demostrarles cómo se obtenía fácilmente el valor de pi con aproximadamente una docena de decimales. Sin embargo, nada más empezar abandoné el intento.
Puede que me reprochen mi falta de perseverancia, pero invito a cualquiera de ustedes a calcular el valor de la serie de Leibniz hasta el punto en que la he seguido más arriba, es decir, hasta 4/15. Incluso pueden enviarme una postal para comunicarme el resultado. Si cuando terminen se sienten desilusionados al comprobar que su respuesta no se aproxima al valor de pi tanto como la fracción 355/113, no se den por vencidos. Sigan añadiendo términos. Sumen 4/17 a su respuesta, luego resten 4/19, luego sumen 4/21 y resten 4/23, y así sucesivamente. Pueden seguir así todo el tiempo que quieran, y si alguno de ustedes descubre cuántos términos son necesarios para obtener un resultado mejor que 355/113, escríbame también para decírmelo.
Es muy posible que todo esto les parezca decepcionante. Efectivamente, la serie infinita es una representación matemática del valor exacto y verdadero de pi. Para un matemático, es una forma tan válida como cualquier otra de expresar ese valor. Pero si lo que se quiere es tener ese valor en forma de número real, ¿de qué puede servir? Ni siquiera resulta práctico calcular un par de docenas de términos para cualquiera que quiera vivir de una manera normal; ¿cómo entonces es posible calcular un número infinito de términos?
Ah, pero es que los matemáticos no renuncian a sumar los términos de una serie sólo porque el número de términos sea infinito. Por ejemplo, la serie:

1/2 + 1/4 + 1/8 + 1/16 + 1/32 + 1/64…

puede ser sumada añadiendo un término a otro sucesivamente. Si lo hacen, descubrirán que cuantos más términos utilicen, más se acercan a la unidad, y esto puede expresarse de manera abreviada diciendo que la suma de ese número infinito de términos no es más que 1, después de todo.
En realidad, existe una fórmula que puede utilizarse para determinar la suma de los términos de cualquier progresión geométrica decreciente, como la del ejemplo que acabamos de ver.
De esta forma, la serie:

3/10 + 3/100 + 3/1.000 + 3/10.000 + 3/100.000...

no suma, a pesar de toda su espléndida infinitud, más que 1/3, y la serie:

1/2 + 1/20 + 1/200 + 1/2.000 + 1/20.000...

tiene un valor de 5/9.
Desde luego, las series desarrolladas para el cálculo de pi no son nunca progresiones geométricas decrecientes, y por tanto no es posible utilizar la fórmula para calcular su suma. En realidad, nunca se ha encontrado una fórmula para calcular la suma de los términos de la serie de Leibniz o de cualquiera de las otras. No obstante, al principio no parecía haber ninguna razón para suponer que no pudiera haber alguna manera de encontrar una progresión geométrica decreciente, cuya suma fuera pi. De ser así, entonces pi podría ser expresado en forma de fracción. Una fracción es, en realidad, la relación entre dos números, y cualquier cosa que pueda expresarse mediante una fracción, o relación, es un «número racional». La esperanza, por tanto, es que pi resultara ser un número racional.
Una de las maneras de probar que una cantidad es un número racional es calcular su valor decimal todo lo que se pueda (añadiendo cada vez más términos de una serie infinita, por ejemplo), para demostrar luego que se trata de un «decimal periódico», es decir, un decimal en el que los dígitos o algunos grupos de dígitos se repiten hasta el infinito.
Por ejemplo, el valor decimal de 1/3 es 0,33333333333..., y el de 1/7 es 0,142857 142857 142857..., y así hasta el infinito. Hasta una fracción como 1/8, que parece «caber justa», es, en realidad, un decimal periódico si se cuentan los ceros, ya que su equivalente decimal es 0,125000000000... Es posible probar matemáticamente que cualquier fracción, por complicada que sea, puede expresarse como un valor decimal que tarde o temprano se hace periódico. Inversamente, cualquier decimal que acabe haciéndose periódico, por muy complicado que sea el ciclo de repetición, puede expresarse como una fracción exacta.
Si tomamos un decimal periódico cualquiera, por ejemplo 0,37373737373737..., es posible obtener a partir de él, en primer lugar, una progresión geométrica decreciente, expresándolo de la siguiente forma:

37/100 + 37/10.000 + 37/1.000,000 + 37/100.000.000...

y luego se puede utilizar la fórmula para conocer el valor de la suma de sus términos, que es 37/99. (Calculen el equivalente decimal de esta fracción, y ya verán lo que obtienen.)
O si tenemos un número decimal que empieza siendo no periódico y luego se hace periódico, como 15,21655555555555..., podemos expresarlo así:

15 + 216/1,000 + 5/10.000 + 5/100.000 + 5/1.000.000...

A partir de 5/10.000 tenemos una progresión geométrica decreciente, y la suma de sus términos resulta ser 5/90.000. Por tanto, se trata de una serie finita compuesta únicamente de tres términos, que pueden sumarse sin problemas:

15 + 216/1.000 + 5/90.000 = 136.949/9.000

Si quieren, pueden calcular el valor decimal 136.949/9.000 para comprobar el resultado.
Pues bien, si se hallara el equivalente decimal de pi con un cierto número de cifras decimales y se detectara alguna repetición, por muy ligera o complicada que fuera, siempre que pudiera demostrarse que se repite continuamente se podría expresar su valor exacto mediante una serie nueva.
Esta serie nueva acabaría con una progresión geométrica decreciente, cuyos términos podrían sumarse. Se obtendría, por tanto, una serie finita y se podría expresar el valor exacto de pi no como una serie, sino como un número real.
Los matemáticos se lanzaron en su busca. En 1593 el mismo Vieta utilizó su propia serie para calcular el valor de pi con diecisiete decimales. Aquí lo tienen, por si quieren echarle un vistazo: 3,14159265358979323. Como ven, no parece haber ningún tipo de periodo.
Más tarde, en 1615 el matemático alemán Ludolf von Ceulen utilizó una serie infinita para calcular pi con treinta y cinco decimales. Tampoco él encontró ninguna repetición. De todas formas, ésta era una hazaña tan impresionante para la época que adquirió una cierta fama, a consecuencia de la cual el número pi es llamado a veces «el número de Ludolf», por lo menos en los libros de texto alemanes.
Después, en 1717, el matemático inglés Abraham Sharp aventajó en varios puestos a Ludolf al calcular el valor de pi con setenta y dos cifras decimales. Y seguía sin haber rastros de repeticiones.
Pero poco tiempo después se estropeó el juego, Para demostrar que una cantidad es racional hay que dar con su fracción equivalente y desarrollarla. Pero para probar que es irracional, no es imprescindible calcular ni un solo decimal. Lo que hay que hacer es suponer que la cantidad puede expresarse con una fracción, p/q, para luego demostrar que esto supone una contradicción, como, por ejemplo, que pi tendría que ser a la vez par e impar.
Esto demostraría que ninguna fracción puede expresar esa cantidad, que, por tanto, será irracional.
Esta prueba es exactamente la que desarrollaron los antiguos griegos para demostrar que la raíz cuadrada de 2 era un número irracional (el primero que se descubrió).
Este descubrimiento es atribuido a los pitagóricos, y se dice que se sintieron tan horrorizados al descubrir que era posible que existieran cantidades que no pudieran ponerse en forma de fracción, ni aun de la más complicada, que juraron guardar el secreto y acordaron castigar con la pena de muerte al que lo revelara. Pero al igual que todos los secretos científicos, ya se trate de números irracionales o de bombas atómicas, la información acabó por filtrarse.
Bien; en 1761 un físico y matemático alemán, Johann Heinrich Lambert, demostró por fin que pi es irracional.
Por tanto, no había que esperar encontrar alguna pauta, ni siquiera la más insignificante, por muchos decimales que se calcularan. El verdadero valor solo puede expresarse en forma de serie infinita.
¡Ay!
Pero no derramen sus lágrimas. Una vez demostrado que pi es un número irracional, los matemáticos se dieron por satisfechos. El problema estaba resuelto. Y en cuanto a la aplicación de pi a los fenómenos físicos, ese problema también estaba resuelto de una vez por todas. Puede que piensen que a veces podría ser necesario, en cálculos muy delicados, conocer el valor de pi con unas docenas e incluso con unos cientos de cifras decimales. ¡Pues no es así! Las mediciones que realizan los científicos en la actualidad son maravillosamente precisas, pero aun así muy pocas llegan más allá de, digamos, una milmillonésima parte, y para un cálculo de esta precisión en el que se utilice el valor de pi bastaría con nueve o diez cifras decimales.
Por ejemplo, supongamos que trazamos un círculo de diez mil millones de millas (dieciséis mil millones de kilómetros) de diámetro, con el Sol en el centro, que encierre en su interior todo el sistema solar, y supongamos que queremos calcular la longitud de la circunferencia de este círculo (que mediría más de treinta y un mil millones de millas, o sesenta mil millones de kilómetros), tomando 355/113 como valor aproximado de pi. El error sería de menos de tres mil millas (cinco mil kilómetros).
Pero supongamos ahora que fueran ustedes tan precisos y maniáticos que un error de cinco mil kilómetros en sesenta mil millones les resultara insoportable. Pueden entonces utilizar el valor de pi dado por Ludolf, con treinta y cinco cifras decimales. En ese caso el error seria de una longitud equivalente a la millonésima parte del diámetro de un protón.
O, si no, tomemos un circulo grande, como, por ejemplo, la circunferencia del universo conocido. Se espera que los grandes radiotelescopios que están siendo construidos reciban señales desde distancias tan enormes como 40.000.000.000 de años-luz. Un círculo alrededor de un universo de ese radio tendría una longitud aproximada de 150.000.000.000.000.000.000.000 (ciento cincuenta mil trillones) de millas (240 mil trillones de kilómetros). Si se calculara la longitud de esta circunferencia con el valor de pi de Ludolf, de treinta y cinco cifras decimales, el error no llegaría a la millonésima parte de una pulgada (2,5 cm).
¿Qué decir entonces del valor de pi calculado por Sharpe, con setenta y dos cifras decimales?
Es evidente que el valor de pi que se conocía en la época en que se demostró que era irracional ya era mucho más preciso de lo que la ciencia podría jamás desear, en la actualidad o en el futuro.
Y, sin embargo, aunque los científicos ya no tenían necesidad de conocer el valor de pi más allá de lo calculado hasta entonces, los cálculos prosiguieron durante la primera mitad del siglo XIX.
Un tal George Vega calculó 140 valores decimales de pi; otro llamado Zacarías Dase llegó hasta 200, y un tal Recher hasta los 500.
Por último, en 1873, William Shanks calculó el valor de pi con 707 cifras decimales, lo que estableció una marca hasta 1949, y no es extraño: Shanks tardó quince años en hacer este cálculo, y, por si les interesa, no encontró ninguna clase de repetición.
Cabe preguntarse qué motivo puede tener un hombre para pasarse quince años dedicado a una tarea que no va a tener ninguna utilidad. Quizá se trate de la misma actitud mental que empuja a alguien a sentarse sobre el asta de una bandera o a tragarse peces de colores para «batir el record». O quizá Shanks quería hacerse famoso.
Si es así, lo consiguió. La historia de las matemáticas, llena de referencias a los trabajos de hombres como Arquímedes, Fermat, Newton, Euler y Gauss, también incluye una línea en la que da cuenta que William Shanks se pasó los años anteriores a 1873 calculando el valor de pi con 707 cifras decimales, así que al menos puede que no hubiera vivido en vano.
Pero, ¡ay de la vanidad humana! En 1949 los ordenadores gigantes estaban empezando a ganar terreno, y de vez en cuando los muchachos que los manejaban, llenos de vida, de ganas de divertirse y de cerveza, tenían tiempo para jugar con ellos, así que en una ocasión metieron una de estas series interminables en un ordenador llamado ENIAC, y lo pusieron a calcular el valor de pi. Lo tuvieron trabajando setenta horas, al término de las cuales había calculado el valor de pi (¡el fantasma de Shanks!) con 2.035 valores decimales (*). Y para rematar al pobre Shanks y sus quince años desperdiciados, se descubrió un error en el dígito quinientos y tantos del valor calculado por él, de manera que todos los dígitos siguientes, bastante más de cien, ¡estaban mal! Y, por supuesto, por si se les ha ocurrido preguntárselo, lo que no deberían hacer, les diré que los valores calculados por los ordenadores no presentan tampoco rastro alguno de repeticiones.